De Reminiscencias de Santafé de Bogotá
«Robo a don Juan Alsina V.»
El bogotanísimo Cordovez Moure, autor de las Reminiscencias de
Santafé de Bogotá, realmente nació en Popayán eln 1835.
Don Jerónimo Argáez lo instó a escribir crónicas de los más célebres
sucesos de la Bogotá antigua y a evocar las costumbres de la ciudad.
Del citado libro publicamos uno de sus capítulos.
Por José María Cordovez Moure
Retrato de Cordovez Moure
A principios del año de 1851, tenía el español don Juan Alsina establecido el comercio de mercería e introducción de especias y vinos procedentes de la madre patria, en un almacén situado en los bajos de la casa que en aquella época ocupaba el sitio de la hoy elegante morada de tres pisos, en la primera calle de Florián: vendía al menudeo y al contado.
A quienes conocieron el almacén que de igual clase tenía don Isaac Díaz hasta hace poco tiempo, no tenemos necesidad de describirles el de Alsina puesto que puede decirse que era hueso de sus huesos y carne de su carne. El mismo desgreño, abandono y confusión de los heterogéneos objetos ofrecidos en venta; ausencia absoluta de libros de cuentas o cosa parecida, diferenciándose el primero del último, en que aquel lo fiaba todo y el último no fiaba nada. No podía ser dudosa para nadie la suerte que a cada uno le esperaba, y si no que lo diga cierto grabado que ancla por ahí dando lecciones objetivas de los dos sistemas.
Alsina era un hombre adusto, retraído y miserable. Vivía en su almacén cuidando las onzas de oro que guardaba en los cajones desocupados en que venían empacadas las mercancías, pues el costo de una caja fuerte lo consideraba superior a sus recursos, e inútil al mismo tiempo, porque él se decía que ¿quién y cómo podría robarle?
En efecto, allí pasaba el día y la noche, provisto de lo estrictamente necesario para no morirse de hambre, y de buenas armas; con cerraduras y trancas formidables, y además en esa calle había sereno y buenas vecindades. Durante el día entraban detrás del mostrador algunos amigos íntimos y respetables por todos aspectos; y después de las seis de la tarde, solía ir a pasearse al atrio de la Catedral, después de torcer con dos vueltas la llaves de los dos grandes candados que guarnecían la puerta forrada en planchas de hoja de lata por el exterior y con zunchos de hierro al interior: esto era el non plus ultra de las seguridades en esos tiempos.
Procesión de Viernes Santo en la Calle Real de Bogotá.
Acuarela de Joseph Brown y José María Castillo.
Imágenes cortesía del Museo Nacional de Colombia
Hacía días que un mocetón, herrero, iba con frecuencia a comprar al patrón Alsina diversos artículos de ferretería, sin pedir rebaja, como no se acostumbraba en esos tiempos ni ahora en Bogotá; esa circunstancia encantaba al español, que creía estar tratando con algún majadero a quien podría meterle gato por liebre cada vez que se le presentara la ocasión. Además, aquel marchante no solamente pagaba al contado, en muy buena moneda, sino, lo que era mejor para el vendedor, le dejaba dinero a buena cuenta de las mercancías que pensaba comprarle, lo cual consideraba Alsina como un prodigio cuyo secreto guardaba en lo íntimo de su alma, a fin de que otro no se aprovechara de tal cucaña.
Pero la buena suerte de don Juan iba en aumento sorprendente: vendía hierro en bruto a su protegido, a razón de quince centavos la libra pesada en balanza de vender, para comprárselo convertido en clavos de a la de mosca a quince centavos en la balanza de comprar; y esto hacía que nuestro patrón recibiera en su almacén al herrero, con singulares muestras de cariño, llegando en su prodigalidad hasta ofrecerle, de vez en cuando, una copa de vino Málaga o Pedro Jiménez.
Después del robo hecho en el convento de San Agustín, nuestro herrero refirió al chapetón varios de los incidentes de aquel crimen recomendándole mucho cuidado, porque esos pícaros eran vivísimos.
Caa!... le contesó Alsina: ya les sudarán los dientes antes de que puedan hacerme la barba. No obstante para tranquilizar al honrado artesano que tanto se interesaba en el aumento de su caudal y bienestar de su persona, le puso de manifiesto las magníficas y poderosas cerraduras de su almacén, fabricadas con hierro dulce de Vizcaya, por el mejor cerrajero de Barcelona, y con las correspondientes llaves parecidas a las que se ponen en las manos de San Pedro como símbolo de seguridad para los felices moradores del cielo.
—Todo será, replicó el herrero, pero también he oído decir que «cuando veas rapada la barba de tu vecino, pon la tuya en remojo».
Interior de un almacén en la calle principal de Bogotá con muleros comprando. Acuarela de Joseph Brown
En una tarde de los primeros días del año de 1850, estaba Alsina en su almacén, en una tertulia corrida con los amigos que de ordinario lo visitaban después de que había pasado la hora de las ventas: don Juan mostraba una locuacidad saturada de buen humor, lo cual era prueba evidente de espléndida jornada mercantil. Momentos antes de las seis manifestó a sus contertulios que tenía la pena de echarlos para cumplir con el antojo de ir a comer en la fonda de françois (antigua Rosa Blanca) y tomar el delicioso café que allí se servía: cerró bien la puerta y se encaminó al lugar propuesto.
Después de satisfacer el capricho ordinario de regalarse con una comida que le costaba cuatro reales, incluyendo media botella de cerveza, encendió un cigarro Montero y se fue a pasear al atrio de la Catedral, a fin de calentarse los pies y facilitar la digestión: no haría diez minutos que se estaba paseando cuando el reloj de la torre dio las siete, y sin poder explicarse la causa, sintió escalofrío al recordar la barba rapada de que le había hablado el herrero, y se encaminó hacia su tienda.
No bien hubo llegado a la distancia precisa para introducir la llave en la cerradura de la puerta, alargó la mano en dirección del agujero; pero la puerta se le abrió antes de que hubiera hecho maniobrar las guardas de la cerradura. Haciendo un esfuerzo sobrehumano a fin de detener la apoplejía fulminante que se le venía encima, motivada por ese espantoso descubrimiento, se lanzó como un insensato hacia el interior de la tienda, tentando el vientre de los cajones que guardaban sus tesoros. No fue muy larga la expectativa: en uno de ellos faltaban dos mochilas que contenían cada una quinientas onzas, es decir, mil onzas de oro, con la efigie del rey Carlos III, o sean veinte mil duros!
No cayó muerto Alsina porque aún no era llegada su última hora: pasado el primer estupor se le desató la lengua, profiriendo las más espantosas blasfemias e invocando a todos los bienaventurados y vecinos para que le ayudaran a buscar su perdido tesoro. Ese hombre se amilanó de tal manera con aquel percance, que se llegó a temer muriera de la pesadumbre, bien que el desfalco causado en los cajones representaría a lo sumo la quinta parte de ese verdadero santuario. Poco tiempo después regresó a España, maldiciendo de las Américas que presentaban facilidades para hacerse rico o arruinarse. Momentos antes de llegar Alsina a su almacén, bajaba un hombre de oriente a occidente por la calle de San Juan de Dios, vestido con ruana de bayetón y sombrero jipijapa.
Joseph Brown en traje de montar
Acuarela y tinta de José María Groot
Debía llevar algo pesado que le impedía andar con desembarazo. El señor Nazario Lorenzana salía accidentalmente de una casa, sin fijarse que en el mismo instante ponía un hombre un bulto sobre el umbral de la puerta. El desconocido se precipitó sobre el señor Lorenzana, y apoyándole sobre el pecho la punta de un puñal: ¡Silencio, le dijo, o muere! Asombrado aquel caballero con semejante amenaza, apresuró el paso hacia su habitación, comprendiendo que se trataba de algún nuevo crimen de los que en esa época estaban al orden del día. En cuanto al hombre de la ruana, continuó lentamente su camino, hasta llegar a la Huerta de Jaime y entró en la casita misteriosa que ya conocemos.
De las investigaciones sumarias aparecían gravísimos indicios de que nuestro antiguo conocido Ignacio Rodríguez y Camilo Rodríguez Sierra habían sido los que entraron en la tienda de Alsina, tomaron el dinero y lo llevaron a la Gerencia de la Compañía; pero Ignacio pudo probar la coartada con las declaraciones contestes de un general y de un coronel de la República, quienes juraron por Dios Nuestro Señor y por una señal de la cruz, que durante el día y la noche en la cual tuvo lugar el robo al español, ellos y Rodríguez estaban en el pueblo de Soacha. Diez años después uno de los compañeros de Rodríguez, Eulogio González, que volvió a caer al Panóptico de esta ciudad como ladrón reincidente, reveló al doctor José Segundo Peña el nombre de los jefes que por veinte onzas de oro vendieron el honor que tenían.
En el crimen que nos ocupa se empleó un sistema de audacia sin igual. Manuel Ferro, ladrón de oficio y cerrajero habilísimo, se ganó el cariño de Alsina, cultivando en él el deseo del lucro y la pasión de la avaricia que lo dominaba. Hizo las llaves falsas ayudado inconscientemente por la víctima, y en una bellísima tarde, a la hora crepuscular, aprovecharon la salida del que iban a saquear; a la media luz de las seis y media de la tarde, se aproximaron los bandidos a la tienda de Alsina. Con gran desenfado abrieron la puerta y se quedaron varios al frente para que no advirtieran los paseantes lo que sucedía en esa localidad; entraron los Rodríguez, y con plena seguridad de lo que hacían, saltaron el mostrador y tomó cada uno una mochila de las que yacían en los cajones de debajo.
La inauguración de la ley de jurados tuvo lugar con el juicio que se siguió a algunos de los complicados en el robo de Alsina, pues ya hemos dicho que Rodríguez logró zafarse de manos de la justicia, y además no cayeron todos: se les condenó a presidio; pero como la hidra tenía cien cabezas, la situación de inseguridad no mejoró nada. Manuel Ferro, que no cayó en el juicio aludido, estaba reservado por la Providencia para ser el instrumento de la Justicia Divina, que «consiente, pero no para siempre».