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Manuel en anécdotas
Por Santiago Mutis Durán
Creo que una de las formas de contar algo sobre
una persona es contar sólo las anécdotas que el tiempo no ha podido deshacer, que empañan de manera indeleble el lienzo de nuestra sensibilidad y ahí se quedan. No sé si estas pequeñas semillas o imágenes sean la persona, en todo caso son el personaje con el que nos quedamos: de hecho es una invención literaria, pero trabajada por nuestro inconsciente, por la menuda arena de los días que pasan y modelan la realidad con que nos vamos quedando. Con esta teoría inventamos en una vieja revista de «arte, ecología y ciudad», y mucho de política escondida, un género literario para poder contar la inasible ciudad en que vivimos, y descubrimos que el humor, cierto amargo natural de las cosas que le pasan a uno, y a todos, y ciertos momentos en que el azar alumbra por segundos nuestro destino, son en sí mismos un género literario. Para que los lectores se dieran cuenta de nuestro descubrimiento, le dimos un llamativo nombre: «el cuento corto más bello del mundo», y contamos más de cuarenta. Hoy le toca a Manuel Mejía; de manera que no busco en la memoria qué contar de él, sino que cuento lo que no he podido olvidar, aquello que vuelve solo, de pronto, y me hace reír, porque está vivo. Por eso dicen que escribir es sólo una manera de esperar.
Manuel siempre estaba citando las cosas que decían los amigos, para echarlas a volar en el alma de quien la tuviera. Lo conocí en un almuerzo, en Bogotá, al que Manuel llegó tarde. La dueña de casa le reprochó, no tanto lo tarde como los vinos que —«ay, tan temprano»— Manuel llevaba encima, o en el ánimo, cálido y desordenado, derrochando amistad.
—Además, Manuel, ¡mirá la hora que es! —le dijo al fin nuestra anfitriona, mostrándole las tres de la tarde en el reloj del comedor. Manuel levantó entonces la cabeza, miró fijamente el reloj, y se acordó de un amigo:
—¡Y ese reloj por qué carajos va a saber en qué horas ando yo!
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En una sabrosa tarde, que entraba balanceándose en el sinrumbo de una algarabía imparable, Manuel discutía con Carlos Granada, no de pintura, sino de toros. Carlos defendía a Pepe Cáceres, y Manuel también, pero le hizo una observación a su ballet con la muerte que, al menos a mí, me dejó alumbrando:
—Pepe es el único colombiano que no sabe matar.
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Dos pequeñas historias
de Manuel Mejía Vallejo:
Uno que no tenía recuerdos
Y todos cuentan cosas y uno sin nada qué contar, o sin saber contarlo, da lo mismo.
¿Quién me presta sus recuerdos? No pido los mejores; me bastarían tres o cuatro recuerdos humildes, de esos que cualquiera olvida o bota al paso de un sueño mejor.
¿Quién me alquila un poco de vida? Con un poco de vida hacia atrás podría decir: «Serían las ocho de la noche cuando yo, Matías, vi matar a Joaquín Sánchez». «Fue dura la tarde en que decidí unirme a las guerrillas».
También podría hablar: «Sargento, un paso más y lo liquido».
Si pudiera recordar a una mujer... denme un poco de vida, pero ya vivida. ¡Dénmela en un vaso porque tengo miedo! En Las noches de la vigilia
El pintor
Había logrado lo que nadie antes lograra: esa exactitud cromática de las flores y las ramas.
—Les falta viento —dijo ella—. No se mueven.
Más prácticas de viento, hasta que una tarde ella notó cómo las flores se movían, pero él sólo estuvo contento cuando un picaflor salió de entre las ramas pintadas y empezó a recorrer cada uno de los cálices.
Textos inéditos
Una vez, estando con Rosita Jaramillo, quien hizo una de las más bellas entrevistas a Manuel, se le echaron encima un par de muchachos universitarios con micrófono en mano y una pregunta desenfundada que le soltaron a quemarropa:
—Maestro, ¿usted qué opina del concepto de eternidad en Heidegger?
Manuel no sufrió el impacto que sí sentimos Rosita y yo, y que nos hizo congelar la conversación. Manuel puso lento el vaso de ron sobre la mesa, miró a los ojos al joven filósofo y le dijo, dejando caer su mano fraternal en el hombro del condenado «periodista»:
—Maestrico, a mí la Eternidad me queda grande.
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Otra vez, no sé si con José Manuel Arango y Clarita, lo acompañamos a un programa de televisión. Gracias a Dios, no a palo seco. Hablaba de literatura (eran otros tiempos), de «mis mentirosos», como llamaba Manuel a los contadores natos y espontáneos, cuando repentinamente la entrevistadora cam- bió de rumbo hacia el interrogatorio:
—Bueno, don Manuel, de usted se dice que hasta ha hecho milagros, ¿es verdad?
Sin silencios de por medio ni vacilaciones, Manuel, iluminándose con una sonrisa ante el disparate, le dijo:
—¡Ah, sí! Una vez me le aparecí a la Virgen.
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En su casa, distante unas cuantas montañas de Medellín, y unos buenos centenares de árboles viejos, le oí contar el acuerdo al que llegaron con su mujer el día en que la casa de Ziruma estuvo lista para vivir: como aquella era una geografía de temblores, acordaron que llegado el caso ella se encargaría de la niña y él de Pablo Mateo. Y tembló. Dora Luz buscó a la niña y Manuel corrió a la casa en busca del niño. Abrió puertas, cuartos, cocina, comedor... ¡Nada! Al fin lo encontró en el salón, sentado en su triciclo, perplejo, viendo caer de las repisas las vasijas de cerámica. Sin que Manuel pretendiera preguntar nada, el niño se anticipó a responderle:
—Papá, te lo juro, se están cayendo solas.