Manuel alternaba la recitación de poemas —se
sabía miles de memoria y prácticamente todos los de Porfirio Barba Jacob— con el ensayo de una teoría propia que consistía en abrazar los árboles y lanzar un grito casi como de Tarzán, para liberar energía. Y desde luego, él mismo era un gran poeta.
«Poeta», lo llamaba simplemente nuestro Álvaro Mutis, quien escribió, a manera de prólogo a El viento lo dijo, una «Epístola innecesaria a Manuel Mejía Vallejo»:
Hay en este nuevo libro tuyo de poesía una verdad tan probada de la vida y su experiencia, una tan desnuda evidencia de lo que el olvido y la muerte van tomando de nosotros mismos, que habría que remitirse a las más antiguas, puras y permanentes raíces de la poesía en nuestra lengua para encontrar tan certero testimonio de nuestro destino. Yo escucho, allá a lo lejos, al gaucho Martín Fierro contestando tu voz con la suya recia y desolada y, más lejos, mucho más lejos, los anónimos cantores del romancero diciendo también su testimonio desesperanzado pero gozoso e indulgente.
Si ya todo se acabó
mi constancia sobrevive.
Si en mí la nada pervive,
el infinito soy yo.
Me parece escuchar al viejo Séneca, maestro permanente y necesario, al leer ese verso tuyo. Y en aquello de:
Mirar de nuevo la vida
es nacer en mejor parte
porque partir es un arte
cuando el llegar se descuida.
Encuentro que has definido una de las claves del alma de nuestra gente antioqueña, su vocación de errancia, tan por encima observada hasta ahora [...].
Hasta aquí Mutis: Manuel era un maestro en el olvidado arte de escribir décimas, como éstas de El viento lo dijo:
Que vivir es ir muriendo
nos lo repite la vida:
está escrita la partida
desde que íbamos naciendo.
Hace mucho lo comprendo
—por bien o mal de mi suerte—
que la vida se nos vierte
en enseñanzas agudas,
pero preguntan mis dudas
qué nos enseña la muerte.
La muerte me está llamando
con sus precisas señales,
al cabo somos iguales
en ir muriendo y andando.
Sin embargo no me ablando
ni pido tregua al destino.
Siempre volverá quien vino
a su punto de partida,
pues nunca pasa la vida
de un desandar el camino
Llovían cielos nublados
por las selvas del Chocó;
llovía tanto, que yo
tuve los ojos mojados.
En esos tiempos llorados
nunca de llanto se hablaba
aunque la pena sobraba
con tan húmedo rigor,
que no sabía el amor
si llovía o si lloraba.
Le gustaban mucho las coplas populares (era un experto en las de Ñito Restrepo) y también las escribía. Aquí van algunas de su invención tomadas de distintos libros:
Si con juicio se le mira,
tiene razones mi edad:
el que calla la verdad
está diciendo mentira.
Tiré una piedra en el río
y el agua se la tragó;
así mismo naufragó
tu corazón en el mío.
Dicen que la pena es corta
cuando canta el diostedé;
pero mi pena, lo sé,
al diostedé no le importa.
Si deseas entender
la razón más pura y plana,
no dejes para mañana
lo que hiciste desde ayer.
Ya va un año de no verte,
un año de tu partida,
un año de estar sin vida:
hoy cumple un año mi muerte.
Si te preguntan por mí
deciles que voy sangrando
la sangre que iba quedando
del corazón que le di.
De amar, sufrir y olvidar
se ha hecho mi amor tan fuerte,
que no bastaría una muerte
para poderlo matar.
Cogollo de mejorana,
yerbita del buen querer,
nunca más volveré a ver
la que se fue esta mañana.
Sentir miedo es natural,
lo sabe el hombre probado.
mas vivir acobardado
es morir del peor mal.
El picaflor zumba-zumba
revuela de flor en flor,
y no hay flor que su color
no alegre cuando él retumba.
Miré tanto tu retrato
que la imagen se borró,
pero en mis ojos quedó
llanto para mucho rato.
La sombra de la hoja cae al agua.
Su piel tiembla,
y el temblor de la sombra
lo bebe una libélula.
Como la abeja,
el hombre se debate
contra el vidrio,
con una diferencia;
no hay vidrio.