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Tomémonos un tinto
Por Óscar Domínguez G.
León de Greiff por el fotógrafo Abdú Eljaiek.
Cortesía de la revista El Malpensante
Dios está en todas partes, el café en casi todas.
Ni el DANE ha cuantificado cuántos prestigios o virginidades caen mientras un colombiano se toma un tinto. El viejo rito del café tiene el efecto mágico de soltar la lengua tan pronto nos lo sirven. La bebida originaria de Abisinia alborota la loca de la casa, uno de los alias de la imaginación.
A ninguno de los jijuemil consumidores de cafés que hay en Bogotá le interesa saber que en el árbol genealógico del tinto hay una vaca abisinia: al masticar el cafeto esas vacas («poemas de piedad» las llamó Gandhi) se ponían chéveres. Pastores etíopes des-cubrieron las virtudes energizantes del árbol. El resto fue obra de carpintería: millares tomamos café en todo el mundo, a toda hora, todos los días.
Pero sería injusto con el café endosarle sólo virtudes negativas. Los «cacuapradas» de la Academia de Historia nos deben el relato sobre cuántas de las decisiones que le cambiaron la fachada al país se tomaron a bordo de un buen café venido a lomo de mula.
El colombiano habla, después existe. Durante décadas el arte de soltar la lengua se ha practicado en desaparecidos cafés como el Windsor, Gato Negro, El Avión, el Victoria, La Gata Golosa, La Cigarra, París. Más recientemente en el Automático, el Pasaje, el San Moritz. Estos tres últimos han tomado la posta de sus antecesores, se resisten a dejar morir el arte de la conversación y se niegan a convertirse en carne de alzhéimer.
A su lado, apenas empezando a hacer historia, decenas de estos sitios convierten a Bogotá en una olorosa taza de café. Mientras haya conversación habrá tinto. Y al revés.
El Automático
El Café Automático es el más famoso entre los que han prolongado la saga cafetera. Tiene más vidas que un gato. Ha muerto más veces que Tirofijo pero ahí está dando un apagado do de pecho en su último escenario, en la calle 18, entre carreras séptima y octava.
El espacio que ocupa es mínimo. Un pequeño salón con una docena de mesas prolonga una tradición. Lejos están los tiempos de León de Greiff y sus amigos arrancando suspiros de admiración entre figuras que se iniciaban en las letras, como García Márquez. Poetas en veremos, muchos de sus visitantes aspiran a salir de allí, por el fenómeno de ósmosis, con algún buen soneto redondeado.
Sobreviven en las paredes algunas viejas caricaturas de mimados por las musas. Un collage con fotos de figuras de la televisión, principalmente, se encarga de recordar sus épocas de vacas gordas.
En la cartelera, donde usted puede dejar mensajes o clasificados que lo sacarán de pobre, un recorte del periódico El Baluarte reclama a los parroquianos un réquiem por doña María Elvira Molano de Rojas, fallecida en abril de este año. El mínimo texto la recuerda como continuadora del Automático. Ella lo heredó de su esposo Alberto Rojas y éste del famoso Enrique Sánchez. Todos son polvo de estrellas hace rato.
El San Moritz
En 1937 el alemán Guillermo Wills fundó el Café San Moritz
Foto Germán Izquierdo
También en pleno centro de Bogotá, es tal vez el que tiene más sabor a viejo café. Fue hecho en 1937 de una costilla del alemán Guillermo Wills.
Un reloj con la propaganda de Mejoral se encarga de dar la hora con cinco minutos de retraso frente a la oficial. El tiempo no tiene prisa. Se amañó y se quedó en el San Moritz, que ofrece al cliente mesas de billar donde escuchar la melodía del tas-tas.
Tangos de Larroca y Juan Caros Godoy le ponen música al momento. Un pequeño cuadro del Corazón de Jesús notifica urbi et orbi que Dios también existe allí.
Un cuadro de don Quijote dice presente. Dos fotos viejas de Jorge Eliécer Gaitán parecen recordarle al caminante que a pocas cuadras de allí fue sacrificada una ilusión en «nefanda» tarde abrileña.
Está prohibido fumar, sobre el papel. Pero allí no se respeta aquello de que los derechos del fumador terminan donde empieza el pulmón del prójimo.
Entre La Romana y el Pasaje
Así bautizó su columna en El Espacio el historiador y político caucano Carlos Lemos Simmonds. De esta forma estaba notificando que durante años el vespertino y el nocturno de la política se movió entre dichos negocios, localizados en la Plazuela del Rosario.
Estudiantes, negociantes, pensionados, vagos, re-dentores del mundo, se atropellan en el amplio café donde dos televisores que nadie mira notifican que el mundo no ha dejado de existir.
Aparte del ritual tinto (vale $1.200), el parroquiano del Pasaje podrá lustrarse los zapatos y tentar la suerte comprando lotería. En el menú encontrará aromática, gaseosa, y si la suerte es generosa hasta whisky de la mejor ley. También allí el tinto es la demostración de que la ciudad existe...